En un pequeño pueblo rodeado de montañas y campos verdes, vivía Benjamín, un niño curioso de nueve años que siempre estaba buscando aventuras. Le encantaba mirar por la ventana de su habitación las noches de luna llena, cuando el mundo parecía brillar con una luz especial. Una de esas noches, mientras todos dormían, algo extraño ocurrió.
Benjamín escuchó un ruido lejano que se acercaba cada vez más. Era como un silbido suave, pero también algo metálico, como si algo muy grande estuviera moviéndose sobre rieles. Intrigado, se puso sus botas y salió corriendo hacia la vieja estación del tren, que llevaba años abandonada. Para su sorpresa, allí estaba: un tren largo y reluciente bajo la luz de la luna. Sus vagones eran de colores diferentes, como si cada uno guardara un secreto único.
—¿Quién está ahí? —preguntó Benjamín, aunque no había nadie a la vista.
Una voz suave, como un eco, respondió desde el tren:
—Bienvenido al Tren de los Recuerdos Olvidados. Sube si quieres descubrir lo que has dejado atrás.
Sin pensarlo dos veces, Benjamín subió al primer vagón. Dentro, todo estaba lleno de cajas y baúles pequeños. En cada uno, había objetos que parecían familiares, pero que no recordaba haber visto en mucho tiempo. Había un dibujo que él había hecho cuando era más pequeño, un trompo roto que alguna vez fue su juguete favorito y una bufanda tejida por su abuela. Al tocarlos, imágenes de momentos felices regresaron a su mente: risas con su familia, tardes jugando en el parque y días de invierno calentándose junto a la chimenea.
—Estos son mis recuerdos… —dijo Benjamín, maravillado.
—Sí —respondió la voz suave—. Pero no todos los recuerdos son fáciles de llevar. Sigue adelante si quieres entender más.
El segundo vagón era diferente. Estaba lleno de sombras y objetos rotos. Había una pelota desinflada, una carta arrugada y un reloj parado. Al tocarlos, Benjamín sintió tristeza. Recordó momentos difíciles: una pelea con su mejor amigo, una tarea que no pudo terminar a tiempo y un día en que se sintió solo. Las lágrimas comenzaron a caer por su rostro.
—¿Por qué tengo que recordar cosas tristes? —preguntó, limpiándose los ojos.
—Porque aprender de ellas es parte de crecer —respondió la voz—. No puedes dejar ir lo malo si no lo enfrentas primero.
Con el corazón apretado, Benjamín pasó al tercer vagón. Este era diferente a los otros. Estaba lleno de luz y música suave. En las paredes había fotografías y pequeños cofres que brillaban como estrellas. Cuando abrió uno, encontró una nota escrita por su mamá que decía: «Siempre estaré orgullosa de ti.» En otro, había un collar que su hermana le había regalado para su cumpleaños. Cada objeto lo hacía sentir cálido y feliz.
—Estos son los recuerdos que realmente importan —dijo la voz—. Los que te ayudan a ser fuerte y a seguir adelante.
Benjamín comprendió entonces que no todos los recuerdos debían quedarse con él. Los malos podían enseñarle algo, pero no necesitaba cargarlos para siempre. Los buenos, en cambio, eran como tesoros que debía atesorar en su corazón.
Antes de bajar del tren, llegó al último vagón. Allí, había un espejo enorme. Cuando Benjamín se miró, vio no solo su reflejo, sino también todas las personas importantes en su vida: su familia, sus amigos, su maestra. Todos sonreían y lo saludaban.
—El tren existe para recordarte lo que realmente importa —dijo la voz—. Pero solo aparece para aquellos dispuestos a abrir su corazón y recordar.
Cuando Benjamín bajó del tren, este comenzó a moverse lentamente, desapareciendo en la oscuridad de la noche. El niño regresó a su casa con una sonrisa en el rostro. Sabía que, aunque el tren ya no estaba, los recuerdos que había recuperado siempre estarían con él.
Desde esa noche, Benjamín cambió. Comenzó a escribir en un cuaderno sus momentos favoritos, para no olvidarlos nunca. También aprendió a hablar con su amigo cuando tenían problemas, en lugar de guardar rencores. Y cada vez que veía una luna llena, recordaba el mágico viaje en el Tren de los Recuerdos Olvidados.
Así, Benjamín entendió que la vida está hecha de momentos, y que los buenos deben ser cuidados como tesoros, mientras que los malos pueden ser aprendizajes para seguir adelante.
Fin.