Ana era una niña curiosa que vivía en un pueblo lleno de calles estrechas y escondites secretos. Un día, mientras exploraba un callejón que nunca había visto antes, encontró una pequeña tienda que parecía salida de un cuento. Sobre la puerta, un letrero decía: «Relojería del Tiempo Perdido». Las ventanas estaban llenas de relojes de todos los tamaños y formas: algunos brillaban suavemente, otros hacían ruidos extraños, como si hablaran entre ellos.
Cuando Ana entró, el sonido de los tictacs la envolvió como una melodía misteriosa. Detrás del mostrador, un anciano con gafas redondas y un chaleco lleno de bolsillos la miró con una sonrisa amable.
—Bienvenida, pequeña —dijo el anciano—. Soy el relojero del tiempo perdido. ¿Te gustaría ver algo especial?
Ana asintió emocionada. El anciano sacó de uno de sus bolsillos un reloj pequeño y plateado. Era hermoso, con detalles delicados grabados en su superficie.
—Este reloj es muy especial —explicó—. Puede detener el tiempo por unos segundos. Pero recuerda, no todo lo que parece útil es bueno para siempre.
Antes de que Ana pudiera hacer preguntas, el anciano puso el reloj en sus manos y desapareció detrás de una cortina. Cuando salió de la tienda, Ana se dio cuenta de que nadie más parecía notarla. Era como si la tienda fuera invisible para los demás.
Al llegar a casa, Ana examinó el reloj con atención. Encontró un pequeño botón en la parte superior. Sin pensarlo mucho, lo presionó. De repente, todo a su alrededor se quedó quieto. El agua que caía del grifo se detuvo en el aire, las hojas afuera ya no se movían y hasta el tic-tac del reloj de pared de su casa se silenció.
—¡Guau! —exclamó Ana, maravillada.
Pronto descubrió que podía usar el reloj para evitar problemas. Por ejemplo, cuando se le caía algo, detenía el tiempo para recogerlo antes de que se rompiera. O cuando llegaba tarde a la escuela, simplemente presionaba el botón y corría sin preocuparse por el reloj del aula.
Pero un día, mientras jugaba con su nuevo poder, algo extraño ocurrió. Al detener el tiempo para alcanzar una pelota que había rodado hacia la calle, vio un destello junto a ella. De pronto, un gato apareció frente a sus ojos. Era un gato gris con manchas negras y ojos que brillaban como estrellas.
—Hola, soy Tic-Tac —dijo el gato con una voz suave pero firme—. Y creo que deberías saber que cada vez que detienes el tiempo, partes de él desaparecen para siempre.
Ana frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir? Solo lo detengo por unos segundos. No estoy haciendo nada malo.
Tic-Tac movió la cola lentamente.
—El tiempo es como un río. Si lo interrumpes demasiado, deja de fluir correctamente. Ya has estado usando el reloj más de lo que deberías. Mira a tu alrededor.
Ana miró por la ventana y se llevó una sorpresa. Los árboles del jardín parecían más pequeños, como si no hubieran crecido en días. Su calendario seguía marcando la misma fecha desde hacía semanas. Incluso su propio reflejo en el espejo parecía más cansado.
—¿Qué está pasando? —preguntó, asustada.
—Cada vez que usas el reloj, robas segundos, minutos, tal vez horas del mundo real. Esos momentos no regresan —explicó Tic-Tac—. Si sigues así, el tiempo podría detenerse por completo.
Ana sintió un nudo en el estómago. Había usado el reloj tantas veces sin pensar en las consecuencias. Ahora entendía que estaba jugando con algo muy importante.
—¿Qué puedo hacer para arreglarlo? —preguntó.
Tic-Tac sonrió.
—Debes aprender a valorar cada momento en lugar de tratar de controlarlo. Devuelve el tiempo que has tomado y promete usar el reloj solo cuando sea realmente necesario.
Juntos, Ana y Tic-Tac idearon un plan. Durante los días siguientes, Ana intentó vivir sin depender del reloj. Aprendió a disfrutar las cosas simples: jugar con sus amigos, leer un libro bajo el sol o simplemente observar cómo las hojas caían de los árboles. Cada vez que sentía la tentación de detener el tiempo, recordaba las palabras de Tic-Tac.
Una noche, cuando el pueblo dormía, Ana regresó a la tienda del relojero. Esta vez, el anciano la esperaba con una expresión seria.
—Has aprendido una lección importante, pequeña —dijo—. El tiempo es un regalo precioso. No podemos detenerlo ni atraparlo, pero podemos aprovecharlo al máximo.
Ana le devolvió el reloj con cuidado.
—Gracias por enseñarme esto —dijo, sonriendo—. Nunca volveré a dar el tiempo por sentado.
El anciano asintió y guardó el reloj en uno de sus bolsillos. Justo antes de que Ana saliera de la tienda, Tic-Tac apareció de nuevo.
—Recuerda, Ana —dijo el gato—, el verdadero poder no está en detener el tiempo, sino en vivirlo plenamente.
Desde ese día, Ana comenzó a apreciar cada segundo de su vida. Aunque ya no tenía el reloj mágico, sabía que el mejor momento siempre era el presente. Y aunque nunca volvió a ver la tienda ni al anciano, Tic-Tac ocasionalmente aparecía en su ventana para recordarle que el tiempo, como un río, siempre debe fluir libremente.
Fin.