En una ciudad muy especial, donde el sol brillaba siempre con fuerza y las calles estaban llenas de colores vivos, algo curioso sucedía: las sombras cobraban vida durante el día. No eran sombras comunes, como las que solo se mueven cuando uno camina. Estas sombras bailaban, jugaban y hasta ayudaban a la gente con pequeñas tareas. Podías ver una sombra sosteniendo un paraguas para alguien o empujando un carrito de compras mientras su dueño elegía frutas en el mercado.
Pero Martina, una niña de nueve años con trenzas largas y una mochila llena de lápices de colores, no estaba contenta con su sombra. Desde que tenía memoria, su sombra siempre había estado ahí, siguiéndola sin descanso. «¿Por qué no puedes dejarme sola?» le decía Martina, frunciendo el ceño cada vez que veía su figura oscura proyectada en el suelo. Su sombra intentaba hacerla reír, moviéndose de formas graciosas o imitando sus pasos de baile, pero Martina solo la ignoraba.
Un día, algo extraño ocurrió. Martina salió de casa por la mañana y notó que su sombra no estaba. Al principio, pensó que era un alivio. «¡Por fin estaré tranquila!» dijo, sonriendo mientras caminaba hacia el parque. Pero pronto empezó a sentirse rara. Sin su sombra, parecía que algo faltaba. Además, cuando llegó al parque, vio algo sorprendente: todas las sombras de la ciudad habían desaparecido. Los niños corrían sin sus figuras oscuras detrás, los perros trotaban sin sombras que los acompañaran y hasta los árboles parecían más solitarios sin sus reflejos en el suelo.
Martina decidió investigar. Encontró a su amigo Tomás, que también lucía preocupado. «¿Dónde están las sombras?» preguntó Martina. Tomás se encogió de hombros. «Escuché que se fueron porque nadie las apreciaba. Decían que siempre las ignorábamos.»
Martina sintió un nudo en el estómago. Recordó todas las veces que había tratado mal a su sombra, como si fuera algo molesto que no merecía atención. «Tal vez yo soy parte del problema,» pensó.
Esa noche, mientras todos dormían, Martina tuvo un sueño extraño. Se encontró en un lugar oscuro, pero no daba miedo. Era como un bosque lleno de luces tenues que flotaban en el aire. De pronto, apareció su sombra frente a ella. Ya no era plana ni negra como siempre; ahora tenía forma y brillo, como si estuviera hecha de estrellas.
«¿Por qué te fuiste?» preguntó Martina, acercándose lentamente.
«Nos fuimos porque nos sentimos invisibles,» respondió su sombra con una voz suave. «No pedimos mucho, solo un poco de cariño y reconocimiento. Queremos ser útiles, no una molestia.»
Martina bajó la mirada, avergonzada. «Lo siento. Nunca pensé en cómo te sentías. Siempre creí que solo me seguías porque tenías que hacerlo.»
Su sombra sonrió débilmente. «Te seguimos porque queremos estar contigo. Somos parte de ti, Martina. Pero también tenemos sentimientos.»
Martina asintió, decidida. «Quiero que regreses. Y quiero ayudarte a traer de vuelta a todas las demás sombras. ¿Qué puedo hacer?»
Su sombra señaló un camino iluminado por pequeñas luces. «Debes ir al Valle de los Reflejos. Allí encontrarás a las otras sombras. Pero recuerda, para que vuelvan, debes demostrar que las valoras de verdad.»
Al despertar, Martina sabía lo que tenía que hacer. Corrió hacia el Valle de los Reflejos, un lugar misterioso que quedaba afuera de la ciudad. Cuando llegó, vio a cientos de sombras reunidas, algunas jugando entre ellas, otras simplemente descansando bajo los árboles. Todas parecían tristes, como si extrañaran a sus dueños.
Martina se paró en medio del valle y levantó las manos. «¡Sombras! ¡Lamento haberlas ignorado! ¡Lamento que todos las hayamos tratado mal! Ustedes no son solo nuestras compañeras; son parte de nosotros. Nos ayudan, nos protegen y hacen que todo sea más divertido. Prometo que nunca volveré a olvidarme de ustedes.»
Las sombras se quedaron calladas por un momento, como si estuvieran pensando en lo que Martina acababa de decir. Luego, una pequeña sombra se acercó tímidamente. Era la sombra de un niño que había conocido en el parque. Poco a poco, las demás comenzaron a moverse, acercándose a Martina.
Finalmente, su propia sombra apareció frente a ella. «Gracias, Martina,» dijo, sonriendo. «Creo que podemos volver, pero solo si prometes recordar siempre que estamos aquí.»
Martina asintió con firmeza. «Lo prometo.»
Cuando Martina regresó a la ciudad con las sombras, todo volvió a la normalidad. Las sombras retomaron sus actividades, pero esta vez la gente las trataba diferente. Los niños jugaban con sus sombras, haciéndolas saltar y bailar. Los adultos les daban las gracias por pequeños gestos, como sostener sus bolsas o protegerlos del sol. Martina, por su parte, aprendió a disfrutar de su sombra. Juntas inventaban juegos nuevos y exploraban la ciudad como si fueran dos amigas inseparables.
Desde entonces, la ciudad fue conocida como «La Ciudad de las Sombras Felices». Todos entendieron que incluso las cosas que nos acompañan en silencio tienen un gran valor. Y Martina, cada vez que veía su sombra reflejada en el suelo, le sonreía, sabiendo que nunca más daría por sentado algo tan especial.