En una pequeña escuela rodeada de árboles altos y pájaros cantores, Pedro era conocido por su imaginación desbordante. Siempre estaba inventando historias sobre piratas, dragones o ciudades flotantes. Un día, mientras exploraba la vieja biblioteca escolar, encontró algo que cambiaría su vida para siempre: un libro polvoriento escondido en el último estante.
El libro no tenía título en la portada, pero cuando Pedro lo abrió, vio algo extraño. Cada página contenía una historia que nunca terminaba. Algunas hablaban de caballeros que partían a buscar un tesoro pero nunca llegaban, otras de niños que entraban en bosques mágicos pero nunca salían. Las letras parecían brillar débilmente, como si esperaran algo.
Pedro sintió curiosidad y comenzó a leer una de las historias. Era sobre un niño llamado Tomás que había encontrado una brújula encantada. La historia decía que Tomás seguía la brújula hacia un lugar desconocido, pero justo cuando estaba a punto de descubrir qué había allí, las palabras se detenían. Pedro pensó: «¿Qué pasará después?» Y sin darse cuenta, empezó a imaginar cómo podría continuar la historia. En su mente, Tomás encontraba un valle lleno de flores que brillaban como estrellas y hacía amigos con criaturas mágicas.
Cuando cerró el libro, algo sorprendente ocurrió. Al día siguiente, durante el recreo, Pedro vio a un grupo de niños jugando cerca del patio. Estaban fingiendo ser exploradores en un valle mágico, exactamente como él había imaginado la noche anterior. Pedro parpadeó, confundido. ¿Acaso su idea había cobrado vida?
Decidió investigar más. Esa tarde, volvió a abrir el libro y eligió otra historia. Esta vez, leyó sobre una niña llamada Lucía que intentaba salvar a su gato atrapado en un árbol muy alto. Pero antes de que pudiera rescatarlo, la historia terminaba abruptamente. Pedro pensó en un final feliz: Lucía trepaba al árbol con cuidado, salvaba al gato y ambos regresaban a casa riendo. Cuando cerró el libro, escuchó risas afuera. Miró por la ventana y vio a una niña abrazando a su gato bajo un gran árbol.
Ahora Pedro sabía que el libro era mágico y que sus ideas podían afectar el mundo real. Emocionado, corrió a contarle todo a sus mejores amigos: Ana, Lucas y Sofía. Al principio, ellos no le creyeron, pero cuando Pedro les mostró el libro y completaron juntos una historia sobre un castillo abandonado que se convertía en un hogar para animales perdidos, quedaron asombrados. Al día siguiente, el viejo cobertizo del patio de la escuela estaba lleno de niños llevando comida y agua para los gatos callejeros.
Sin embargo, pronto descubrieron que no todas las historias debían tener finales felices. Una noche, Pedro decidió completar una historia sobre un mago poderoso que quería gobernar el mundo. Imaginó que el mago ganaba y todos tenían que obedecerlo. A la mañana siguiente, la directora de la escuela anunció nuevas reglas estrictas: prohibió los juegos en el patio, limitó el tiempo de recreo y dijo que todos debían seguir órdenes sin cuestionar. Los niños estaban tristes y molestos.
—¡Esto es culpa mía! —dijo Pedro, arrepentido—. No pensé bien en lo que escribí.
Sus amigos lo consolaron y decidieron ayudarlo a arreglar las cosas. Juntos buscaron la historia del mago en el libro y escribieron un nuevo final: los habitantes del reino se unían para convencer al mago de que usar su poder para ayudar a los demás sería mucho mejor que gobernarlos. Al día siguiente, las reglas estrictas desaparecieron y la escuela volvió a ser un lugar divertido.
A partir de entonces, Pedro y sus amigos aprendieron a ser más cuidadosos con las historias que completaban. Entendieron que cada decisión importaba y que algunas historias, aunque incompletas, ya tenían un propósito especial tal como estaban. Por ejemplo, dejaron una historia sobre un marinero perdido en el mar sin terminar, porque pensaron que representaba la esperanza de encontrar el camino de vuelta algún día.
Con el tiempo, los cuatro amigos se convirtieron en guardianes del libro. Lo usaban para hacer pequeñas cosas buenas, como crear días soleados cuando llovía demasiado o ayudar a alguien a sentirse mejor cuando estaba triste. También organizaron reuniones secretas donde todos compartían ideas para las historias, asegurándose de que cada final fuera justo y bondadoso.
Un día, mientras hojeaban el libro, notaron algo nuevo: una última página en blanco con una nota escrita en letras doradas que decía: «Gracias por darle voz a lo que no tenía palabras. Este libro ahora te pertenece.» Pedro y sus amigos sonrieron, sabiendo que habían aprendido algo importante: las historias tienen el poder de cambiar el mundo, pero solo si las contamos con corazón.
Desde entonces, Pedro siguió usando su imaginación, no solo para completar historias, sino también para inspirar a otros a soñar y crear. El libro mágico nunca más apareció en la biblioteca, pero eso no importaba. Había dejado una huella imborrable en el corazón de quienes lo habían tocado.
Y así, Pedro y sus amigos siguieron escribiendo su propia historia, recordando siempre que incluso las historias incompletas pueden enseñarnos grandes lecciones.