Había una vez una niña llamada Ana, que tenía ocho años y no quería ir a la escuela. Cada mañana, cuando su mamá la despertaba temprano, Ana se escondía bajo las mantas y decía:
—¡No quiero levantarme! la escuela es aburrida, y hace mucho frío por la mañana.
Su mamá siempre le respondía:
—Ana, en la escuela puedes aprender cosas maravillosas. Solo tienes que darle una oportunidad.
Pero Ana no estaba convencida. Para ella, las clases eran largas, los números no hablaban y las letras no bailaban como ella imaginaba que deberían hacerlo.
Una noche, mientras dormía profundamente, Ana tuvo un sueño muy curioso. En su sueño, escuchó una voz suave que decía:
—Ana, despierta. Ven conmigo.
Abrió los ojos y vio a un pequeño duende brillante flotando junto a su cama. Llevaba libros en una mochila y tenía ojos grandes y amigables.
—¿Quién eres? —preguntó Ana, sorprendida.
—Soy el Duende de los Libros, y he venido a mostrarte algo especial. ¿Quieres venir?
Ana asintió emocionada, y antes de darse cuenta, estaba volando sobre los hombros del duende hacia un lugar mágico. Cuando llegaron, vieron un edificio familiar. Era… ¡la escuela! Pero esta escuela era diferente. Las paredes brillaban como estrellas, y las ventanas cantaban canciones suaves.
—Bienvenida a La Escuela Encantada —dijo el duende—. Aquí todo lo que aprendes cobra vida.
Entraron al salón de clases, donde los números saltaban y jugaban en el pizarrón.
—¡Mira esto! —dijo el número 5, dividiéndose en dos mitades que se convirtieron en dos pequeños números 2 y 1.
Ana sonrió. Nunca había visto a los números tan divertidos. Luego, las letras del alfabeto comenzaron a bailar y formaron palabras que se convertían en animales. Una «G» se unió con una «A», una «T» y una «O», y de repente apareció un gato que maulló y ronroneó felizmente.
—¿Te gustaría intentar crear algo tú misma? —preguntó el duende.
Ana asintió y comenzó a jugar con las letras y los números. Creó palabras que se transformaron en flores, pájaros y hasta una pequeña nave espacial que voló alrededor del salón.
Después, fueron al patio, donde los planetas giraban lentamente en el cielo y los niños pintaban con colores que cobraban vida. Un niño dibujó un sol, y este comenzó a brillar; otro pintó un árbol, y las hojas se movieron con el viento.
—Esta escuela es increíble —dijo Ana, emocionada—. ¿Por qué mi escuela no es así?
El duende sonrió y respondió:
—Tu escuela puede ser igual de mágica si usas tu imaginación. Todo depende de cómo la veas. Incluso las cosas más simples pueden ser aventuras si les das una oportunidad.
De pronto, Ana sintió que alguien la llamaba. Abrió los ojos y vio a su mamá parada junto a su cama.
—¡Es hora de levantarse para ir a la escuela!
Ana miró por la ventana y suspiró, pero esta vez pensó en su sueño. Recordó las palabras del duende y decidió intentarlo.
Cuando llegó a la escuela, aunque las paredes no brillaban ni las letras bailaban, Ana comenzó a imaginar cómo podría hacer su día más divertido. Durante la clase de matemáticas, vio a los números como amigos que jugaban juntos. En la clase de arte, sus dibujos tomaron vida en su mente. Y durante la hora del recreo, hizo nuevos amigos contándoles historias de su aventura en la Escuela Encantada.
Desde ese día, Ana ya no se quejaba tanto por levantarse temprano ni por ir a la escuela. Había descubierto que, con un poco de imaginación, cualquier lugar podía ser mágico.
Fin. 📘