En el centro de una pequeña plaza, rodeada de casas coloridas y flores brillantes, vivía un árbol muy especial. Era un roble grande y fuerte, con ramas largas que parecían brazos extendidos para abrazar el cielo. Su tronco era grueso y lleno de marcas, como si cada línea contara una historia antigua. Los niños del barrio lo llamaban «Don Roble», porque siempre estaba allí, quieto y paciente, viendo cómo jugaban.
Cada mañana, cuando el sol comenzaba a brillar, Don Roble despertaba con una sonrisa. No tenía ojos como las personas, pero sentía todo lo que pasaba a su alrededor. Escuchaba las risas de los niños, el sonido de sus pies corriendo en el pasto y el crujido de la pelota cuando la pateaban. Aunque no podía moverse, amaba observar todas esas cosas desde su lugar en la plaza.
Por las tardes, cuando el calor del sol se volvía más suave, los niños llegaban corriendo a jugar. Algunos traían cometas de colores que volaban alto en el cielo, otros jugaban al escondite entre los arbustos, y unos cuantos se sentaban bajo las ramas de Don Roble para leer cuentos o compartir meriendas. El viejo roble disfrutaba especialmente esos momentos tranquilos, cuando los niños descansaban junto a él y le contaban sus aventuras.
—¡Mira, mi cometa llegó más alto que nunca! —decía Matías, un niño de cabello rizado que siempre llevaba una bufanda roja.
—¡Y yo encontré un caracol enorme debajo de esa piedra! —respondía Virginia, señalando hacia el jardín.
Don Roble escuchaba atento. A veces, cuando el viento soplaba suavemente, movía sus hojas como si aplaudiera. Los niños reían y decían:
—¡Don Roble está contento con nosotros!
Pero había algo que Don Roble no entendía del todo: ¿por qué los niños corrían tanto? ¿Por qué se caían y se levantaban tan rápido para seguir jugando? Él, que estaba clavado en el mismo lugar desde hacía muchos años, no podía imaginar lo que se sentía ser libre para moverse. Así que una tarde, mientras los niños descansaban bajo su sombra, decidió hacerles una pregunta.
—Niños —susurró Don Roble con su voz suave, que solo ellos podían oír—, ¿qué se siente correr?
Los niños se miraron sorprendidos. Nunca habían pensado que un árbol pudiera hablar.
—¿Correr? —repitió Matías, ajustándose la bufanda—. Bueno, es como volar, pero con los pies en el suelo. ¡Es divertido!
—Sí, y cuando te caes, aprendes a levantarte más rápido —añadió Virginia, mostrando una rodilla vendada.
Don Roble pensó en eso por un momento. Le gustaba la idea de aprender algo nuevo cada vez que algo salía mal. Pero aún quería saber más.
—¿Y qué se siente saltar? —preguntó después de un rato.
—¡Saltar es como tocar las nubes! —gritó Juan, el más pequeño del grupo, dando un brinco—. Es como si por un segundo pudieras escapar de todo.
Los niños siguieron explicando cosas: cómo se sentía trepar a un árbol (aunque ninguno se atrevía a subirse a Don Roble, porque era demasiado grande), cómo olía el pasto mojado después de la lluvia y cómo se veían las estrellas desde la plaza durante la noche. Don Roble escuchaba encantado, imaginándose todo aquello en su mente.
Con el paso de los días, los niños notaron que Don Roble parecía más feliz que antes. Sus hojas brillaban más al sol, y sus ramas se movían con más energía cuando el viento pasaba. Empezaron a pensar que tal vez, aunque no pudiera correr ni saltar, Don Roble también jugaba a su manera.
Una tarde, cuando el sol empezaba a ocultarse, Virginia tuvo una idea.
—¡Vamos a decorar a Don Roble para que se sienta parte del juego! —dijo emocionada.
Los niños buscaron cintas de colores, papel brillante y hasta algunas luces pequeñas que encontraron en casa. Subieron cuidadosamente a unas escaleras para colgar las decoraciones en las ramas más bajas. Cuando terminaron, Don Roble lucía como un árbol de fiesta. Las luces parpadeaban suavemente, y las cintas ondeaban con el viento.
—¡Ahora eres parte del equipo, Don Roble! —dijo Matías, dándole una palmada cariñosa al tronco.
Esa noche, cuando todos se fueron a dormir, Don Roble sintió algo especial en su corazón. Aunque seguía sin poder correr o saltar, sabía que ya formaba parte de los juegos de los niños. Ellos lo incluían, lo cuidaban y lo hacían sentir importante.
Desde entonces, cada vez que los niños venían a jugar, Don Roble se sentía más vivo que nunca. Y aunque el tiempo pasaba y los niños crecían, siempre volvían a visitarlo. Porque sabían que, sin importar cuánto cambiara el mundo, Don Roble estaría allí, esperando con sus ramas abiertas y su tronco lleno de historias.
Y así, el viejo roble siguió siendo testigo de risas, secretos y aventuras, recordándoles a todos que, siempre podemos ser parte de algo hermoso.
Fin. 🌳