En un valle rodeado de verdes colinas y ríos brillantes, vivía una niña llamada Olivia. Era conocida en todo el pueblo por su curiosidad y su espíritu aventurero. A Olivia le encantaba explorar cada rincón del valle, pero había algo que siempre despertaba su interés: la gran montaña al norte. Todos en el pueblo decían que esa montaña cantaba cuando el viento soplaba fuerte. Algunos aseguraban haber escuchado melodías suaves y otras veces canciones vibrantes que parecían contar historias antiguas.
Olivia no podía creerlo del todo. ¿Cómo podía una montaña cantar? Decidió que tenía que descubrirlo por sí misma. Así que una mañana soleada, con su mochila llena de provisiones y su bufanda favorita al cuello, comenzó a escalar la montaña más alta del valle.
El camino no era fácil. Había rocas resbaladizas, arbustos espinosos y senderos estrechos. Pero Olivia no se rendía. Mientras subía, empezó a notar cosas extrañas. Los árboles parecían inclinarse hacia ella como si quisieran saludarla, y el viento jugaba con su cabello mientras susurraba suavemente. Fue entonces cuando escuchó una voz.
—¡Hola, pequeña viajera! —dijo un zorro pelirrojo que apareció entre los arbustos—. ¿Qué haces aquí?
—Estoy buscando la canción de la montaña —respondió Olivia—. Quiero saber si es verdad que canta.
El zorro sonrió y dijo:
—Si quieres escuchar la canción, primero debes aprender a oírla. Te enseñaré algo.
El zorro comenzó a canturrear una melodía suave, como el murmullo del agua en un arroyo. Olivia la repitió hasta que pudo cantarla también. El zorro asintió con satisfacción.
—Esta es una de las canciones de la montaña. Pero hay más. Sigue subiendo y otros amigos te enseñarán.
Con una sonrisa de agradecimiento, Olivia continuó su camino. Poco después, encontró a un búho posado en una rama baja. Sus grandes ojos dorados brillaban bajo la luz del sol.
—¿Tú también buscas la canción de la montaña? —preguntó el búho.
—Sí —respondió Olivia—. Ya aprendí una parte, pero quiero saber más.
El búho ululó suavemente y luego cantó una melodía diferente, esta vez más profunda, como el rugido distante de un trueno. Olivia la escuchó atentamente y pronto pudo repetirla.
—Muy bien —dijo el búho—. Ahora llevas dos canciones contigo. Recuerda que la montaña no canta sola; necesita que alguien la escuche.
Olivia siguió escalando, emocionada por lo que estaba descubriendo. Encontró un ciervo que pastaba cerca de un claro. El animal levantó la cabeza al verla y le preguntó:
—¿Vienes a aprender los secretos de la montaña?
Olivia asintió. El ciervo bajó la cabeza y cantó una tercera melodía, esta vez rápida y alegre, como el brillo de las hojas cuando bailan con el viento. Olivia la aprendió rápidamente y agradeció al ciervo antes de continuar su ascenso.
Cuando llegó cerca de la cima, el aire se volvió más frío y el viento más fuerte. Olivia sintió que estaba muy cerca de descubrir el misterio. Finalmente, llegó a la cima y se detuvo a observar el paisaje. Desde allí, podía ver todo el valle extendiéndose a sus pies, con sus ríos brillantes y sus campos verdes. Pero no escuchaba ninguna canción.
De repente, el viento comenzó a soplar con fuerza, moviendo las ramas de los árboles y acariciando las rocas. Entonces, Olivia recordó las palabras del búho: «La montaña no canta sola; necesita que alguien la escuche.»
Cerró los ojos y comenzó a cantar. Primero, la melodía del zorro, suave y fresca como un arroyo. Luego, la del búho, profunda y poderosa como un trueno. Por último, la del ciervo, rápida y alegre como las hojas danzantes. Cuando terminó, algo mágico ocurrió.
El viento respondió. Las rocas y los árboles parecieron vibrar, y una hermosa canción llenó el aire. No era solo una voz, sino muchas, entrelazadas en una melodía que parecía contar historias de siglos pasados, de animales, plantas y personas que habían vivido en el valle.
Olivia comprendió entonces que la montaña no cantaba por sí sola. Su música surgía cuando quienes la escuchaban compartían sus propias voces y corazones. La montaña era como un eco gigante, devolviendo las canciones que le ofrecían.
Cuando regresó al pueblo, Olivia compartió lo que había aprendido con todos. Les enseñó las canciones que había aprendido y les explicó que la montaña necesitaba ser escuchada para cantar. Pronto, toda la gente del valle comenzó a subir a la montaña para cantar juntos. Descubrieron que, cuando lo hacían, la canción de la montaña era aún más hermosa, porque unía a todos en una misma melodía.
Desde entonces, cada vez que el viento soplaba fuerte, las personas del valle subían a la montaña para cantar. Y así, la montaña nunca dejó de cantar, porque ahora sabía que siempre habría alguien dispuesto a escucharla y compartir su voz.
Olivia aprendió que la naturaleza no está separada de nosotros. Somos parte de ella, y cuando la cuidamos y la escuchamos, nos devuelve su magia de maneras sorprendentes. Y aunque muchos visitantes llegaron al valle con el tiempo, todos coincidían en una cosa: la montaña cantaba más fuerte y más hermosa que nunca, gracias a la conexión que las personas habían creado con ella.
Así, la historia de Olivia y la montaña que cantaba se convirtió en una leyenda que se contaba de generación en generación. Una historia que recordaba a todos la importancia de escuchar, cantar y vivir en armonía con la naturaleza.
Fin.